viernes, 26 de febrero de 2010

Alternancias

Por qué se pasaba de la claridad de unos días a los reflejos turbios de otros era inexplicable. Qué era lo común y qué lo extraordinario no se podía discernir. Cuándo las sombras tomaban el relevo a lo transparente no era elegible. Por qué la misma materia podía ofrecer rostros tan dispares sobrecogía. Qué hacía que cualquiera de sus manifestaciones llegara a nuestros sentidos y los alterase carecía de respuesta. De qué manera las tinieblas que se sucedían a las luces iban siendo asumidas por el hombre que crecía nunca se averiguó. Al fin y al cabo todo lo que se iba viendo se iba comprobando. Todo lo que emanaba olor se percibía. Todo lo que rozaba el cuerpo arriesgaba al tacto. El rumor del bosque era la otra voz que llegaba a nuestros oídos. Y las voces del hogar se ahogaban cuando no se agitaban o se descomponían chirriadamente. Como la umbría quebrada y las luces escondidas, las voces del entorno podían arrullar nuestros cuerpos o atravesarlos con la desazón. Y en aquella inestabilidad la vida se fue haciendo.


lunes, 8 de febrero de 2010

Zigzags

No es que haya olvido de la morada del principio. Es una fijación que permanece acuática. Las ondas a través de las que el movimiento empieza a ser menos incontrolado y más selectivo. La apariencia de la dispersión de los reflejos esconde una distensión. La necesidad de ir tomando posesión del entorno. Lo que más adelante será imperceptible es ahora fundamental. El elemento de la comprobación y del ir más allá. Los objetos aunque se nos muestran más grandes son más definidos. Nuestros ojos los ven en su desmesura pero también nos incitan a tentarlos. Las manos palpan volúmenes y se sienten seguras. Aunque no acierten a ubicarlos con precisión. Ese zigzagueo nos acerca lo que hay fuera de nosotros, lo que abunda y no acabamos de saber que no es propiamente nuestro. Habrá que operar otros saltos antes de que desarrollemos el tacto de la mente, que toca las cosas de otra manera. Que las posee de una manera novedosa. Poco a poco queremos someter lo exterior. Pero aquello que incide desde todas partes sobre nuestro cuerpo se nos escapa. El frío, el viento, el corte acuciante en el estómago, el aullido en la noche, la humedad que escuece entre nuestros muslos. Entonces es cuando esa seguridad que creíamos ir afirmando se quiebra de pronto con efectos disonantes. Y somos el arroyo aún leve que sin otras aguas paralelas no podría subsistir.


viernes, 5 de febrero de 2010

La tentación

Pero el refugio del origen no por lejano está menos presente. Y tal como avanza la extensión de la luz, que no por ello cesa de causar reflejos, así los pasos que damos nos hacen mirar en otra dirección. Pero probablemente lo hacemos de otra manera. Al ir percibiendo las dimensiones de lo que nos rodea no miramos solamente sobre el objeto. Lo hacemos estableciendo un puente que transitamos de ida y vuelta permanente. Cada nueva visión la relacionamos con la anterior. No nos basta. La relacionamos con nuestra exigencia. Es como si estuviéramos preguntando al objeto si es para nosotros y cómo podemos responderle a él. Empezamos a despertar cuando palpamos la distancia. Esa medida confusa que nos hace dudar y que tan pronto nos aproxima como nos aleja de lo que descubrimos. Esa necesidad que en cada balbuceo, gesto o actitud con las manos expresaba la necesidad. Y el mundo en el que acabábamos de desembocar nos mostraba reverberaciones que nos hacían añorar la guarida de la sangre. Seguimos moviéndonos entre reflexiones que no son falsas y entre evidencias que no son terminantes. Tomando como raíces lo que son las ramas. La tentación continua del primer espacio.


martes, 2 de febrero de 2010

Entresijos

Iluminaron un paisaje. O antes, aquellas luces acariciaron los entresijos de los dedos. Mirábamos nuestras manos desprovistas de fuerza. Las bañaban trazando líneas transversales. Cómo podían estar ahí y no sentir que nos tocaban. Aprendimos a mirar en las sombras menudas de un dedo sobre otro dedo. Había momentos en que un cierto calor se imponía entre las aristas de la carne. Entonces levantábamos la mano y desaparecían. Girábamos la mano y las venas de luz se extendían a otras zonas de su superficie. Volvíamos a una disposición anterior y aquellos brillos se establecían en la misma postura inicial. Aprendimos así a mirarnos. Hasta ese instante nuestra agitación ordinaria no tenía interés, sino para lograr lo elemental. Necesidad de nutrirnos o de mostrar frío. La luz nos daba algo que permitía que avanzásemos en nuestro interior menos instintivo. Nos proporcionaba el control, lento y perplejo, sí, de lo instintivo. Aprendimos a mirar en los reflejos más próximos. Donde nuestro cuerpo seguía siendo un territorio que no acababa de romper lazos con la vieja cueva. Pero a la que íbamos olvidando.