lunes, 29 de marzo de 2010

Construcción

Los materiales con los que va a ir construyendo su casa no son nuevos. A veces simplemente es la sencilla hojarasca lo que tiene al alcance. Pero intuye que no basta. Es nueva su manera de edificar lo que va a ser primero la pequeña cueva desde donde protegerse de las intemperancias humanas. No sabe todavía que la debilidad de la primera urdimbre apenas resistirá las urgencias, cuando no el acometimiento, de los bárbaros. Por supuesto, éstos no lo son permanentemente. No lo son en el sentido de procedencias muy lejanas, puesto que sus rostros son conocidos, pero se convierten en ello. Son las actitudes de los que le rodean de más o menos cerca las que se desdoblan y adquieren otra caracterización. Es entonces cuando empieza a probar sobre su espacio de soledad el sabor de los contrarios amargos. El habla afectuoso y el grito corrector, la acogida cálida y el abandono incomprensible, la entrega a sus tiempos y el brusco corte de aquello donde él se siente bien. Levantará una vez tras otra una pequeña cubierta que le proteja. Aprenderá a hacerlo de nuevo y con una mayor firmeza. O volverá para atrás y comprobará que le faltan materiales. Tendrá que hurgar muy dentro de sí para encontrar un nuevo recurso. Arañar, rascar, extraer.



lunes, 15 de marzo de 2010

Retirada

Y en ese instante, siente que se paraliza la vida a su alrededor. No se para. Él sólo se excluye. Busca el refugio desde donde capear lo que más allá de sus límites tiene lugar. Y que no comprende. Sabe que no le gusta el tono con que fuera de él y de su mundo se dirigen unos a otros. Es como si de pronto el cielo se pusiera negro y la tormenta acechara. Se agazapa bajo los arbustos protectores. Lo más lejos posible del ruido. Cierra los ojos y sueña con el curso del río. En su mirada no acierta a ver el reflejo de la vegetación, ni la luz espléndida que lo toma, ni las circunferencias nítidas de la vida que creía inagotable en su esplendor. Pero no puede escapar a la atracción obsesiva de los círculos que él sabe cómo marcar. No puede negarlos. Se muestran menos obvios, menos tangibles. Y sin embargo ha aprendido a trazarlos incluso fuera de su presencia. Logra verlos hasta en el punto más insignificante de la noche. Permanece tan quedo que su sentido de la percepción va recuperando ciertas señales. Le llega entonces el rumor de la corriente que anhela. Mientras lo escuche le alentará la ilusión. Algunos cantos de aves se acercan, muy tenues, inseguros. Las ramas se agitan prudentes al principio, descaradas después. Basta con una brizna luminosa en la negrura de su sospecha para que se desbroce paulatinamente la tensión que le ha forzado a huir. Recogerse es el secreto. Aguzar el oído al vacío. El mundo de símbolos se está destapando poco a poco para sí. Él va a edificar con el barro que hay entre los elementos desparramados a los pies sus propios habitáculos.



miércoles, 10 de marzo de 2010

Desvirtuación

Todos los elementos van introduciéndose en su vida. Y él los tantea, toma confianza con ellos. Llegan de todas partes. Pero solo presta atención a los que le aportan placer o curiosidad satisfecha. Aquella luz, cambiante pero intensa. Los reflejos nítidos, que confirman la destreza sobredimensionada de lo vertical. La descomposición de las formas sobre el agua cuando algo las altera. El calor, que expande los comportamientos. La lluvia agradable, aunque se presente entre la agitación del cielo. Los sonidos que extienden ecos armónicos por la ribera y lenguajes mixtificados entre los cultivos. Para él la vida es fácil y más en ciertos momentos. El riesgo de que no lo sea siempre asoma. La turbiedad puede anegar la transparencia del curso de los días. Empieza a sospechar que un trozo de ladera que se desprenda puede encenagar las aguas. No entiende por qué tiene que suceder. Ni qué mecanismos conducen al fenómeno. Oye palabras lejanas que se vuelven virulentas y entrecortadas. Presencia gestos que separan a los que hablan. Observa silencios entre los que antes gesticulaban. Es lo mismo que sucede sobre la superficie de su arroyo querido. La arboleda adquiere una actitud demudada. Un extraño mutismo paraliza el bamboleo natural de las ramas. No corre aire. Algo oscuro tiene lugar entre la gente de la proximidad. Y él lo relaciona con la capa que empaña el espejo donde se mira. Va a saber que la pureza es un don casual, nunca permanente. Deberá tenerlo en cuenta.


lunes, 8 de marzo de 2010

Aislamiento

Ejercicio en el que se reproducían las curvas hasta perderse. Prueba efímera en el tiempo de exposición. Lo justo para retenerlo en una imagen de la que él se prendía. Ilimitada mirada para una disolución interminable. Incluso cuando el agua permanecía hierática, especular, su pensamiento simulaba las circunferencias insondables. Tan dentro de sí mismo había llegado la caída de la piedra. Y a cada tentativa, una dimensión nueva. El secreto estaba en lo circular. Y la nitidez de lo circular dependía de una tirada que no podía calcularse. No importaba el diámetro, sino la multiplicación de sus efectos. Esfuerzo para aseverar la propia capacidad del trazado. Intento para generar el juego de medidas. Ensayo para convertirlo en metáfora. Un juego, simplemente, que no podía prever la trascendencia de la imagen. ¿Hasta dónde llegarían los redondeles de cristal? ¿Por qué duraban más unos que otros? ¿De qué material estaban hechos sus bordes infatigables? En la permanencia observante desde la ribera, el niño que no para se detiene. Apenas distinguiendo lo visible, el enigma le habla. No necesita más. Sentir la luz transfigurada sobre su cuerpo. Oler la brisa que mueve los juncos de las orillas. Acariciar la hierba que le cosquillea en los muslos. Desproveerse de las obligaciones. Apartado como se siente de los que le reclaman para que forme filas en la tribu. La metáfora aguardará infatigable y pausada a que él llegue a entender algún día.


viernes, 5 de marzo de 2010

Impacto

La causa pudo ser una gota. O la brizna de una rama. O el excremento de un ave pasajera. O una lágrima volátil y furtiva. Mas en ese instante la luz quedó rota en su reflejo para siempre. Observó y aprendió. Una mano alzó su pequeña fuerza. Un ejercicio en arco. La salida de un objeto desde sus dedos. Y el guijarro que cae. El mundo quedó constituido desde ese impacto con otra mirada. Fue el comienzo de la visión activa. Los días siguieron atravesando la espesura. Las noches se volvieron cómplices. En medio de un territorio cambiante, el viento era melodía. La lluvia, las secuencias del deseo. Él sentía acogedor el espacio, aun cuando no le fuera permitido siempre ocuparlo como quisiera. Sabía que podía introducirse en el juego de los espejos. Los que se parten en mil pedazos y se rehacen a continuación. Cada caída de un canto rodado era su propia inmersión. Ya no hubo quietud jamás. Observar aquel curso apacible resultaba seductor. Intervenir en él era decisivo. En cada mirada crecía una apetencia diferente. Se veía con dos rostros. O con más. Cada círculo era una posibilidad. Una dispersión radial que iba a ser profética. El misterio del eje vertical donde él desaparecía para conocer la expansión le obsesionaba. Soñó entonces con la caída primigenia donde se reconstruía a sí mismo sin el temor al fin.


martes, 2 de marzo de 2010

Oblicuidades

Enmarañadamente. Las seguridades siempre llegaban desde afuera, con un precio. También las acechanzas, agazapadas en ocasiones entre las mismas manos que se ofrecían a protegernos. Para que las luces nos tiñeran tenían antes que diluirse. Conformarse como lágrimas, expandirse como gemidos tenues, revelarse como gritos ahogados. La fronda tenía que ser atravesada con nuestros tanteos. Afirmando nuestra cooperación, acatando los mandatos que iban configurando normas de conducta. Las palabras que nos llegaban del exterior zureaban o bien mostraban su filo. Tal contraste nos enmudecía. Lo que se mostraba claro era artículo de fe. Lo que no se entendía era peligro. La bondad de lo que otros emitían ocultaba a su vez sus propias insatisfacciones. El niño prefería un ademán, se impactaba con una sonrisa, saltaba de contento con una concesión. Estas actitudes gestuales parecían llegar desde la materia honda y sincera, aquélla que alimentaba al ser que se hacía. ¿Las palabras? También se agradecían. Las más simples, si suponían estímulo, ponían calma en las aguas agitadas de la confusión. Se deslizaban con suavidad en la conciencia incipiente, como si las hubiéramos tenido siempre correteando allí dentro. Pero luego estaban las palabras severas. Las que tenían que poner las cosas en el sitio que el adulto deseaba que estuvieran puestas. Nada permanecía firme, y en cada oscilación surgía un temor. Y en cada variación de un tono, se afirmaba una angustia. Las líneas eran oblicuas, por más que las voces externas amparasen una rectitud que debía tocar fondo en tu propio calado.