El viajero urbano que extravía su ruta pierde un horizonte pero encuentra otro. Nunca supo cómo llegó hasta aquel valle de prados y hondonadas. Al principio la vio allí, pastoreando, trasladando por las noches al ganado hasta la cabaña del monte y sacándolo a pastar con el rocío del alba. Luego se acercó a ella para saber de su oficio, y ella le contó cómo eran sus días y le habló de otras tareas complementarias y cómo le quedaba también tiempo para leer, pues deseaba conocer las vidas de los otros ya que apenas podía ampliar la propia. Entonces el viajero, que se tenía por lector, pero que más que vivir las vidas ajenas las imaginaba, se entusiasmó con las anécdotas de ella y vio en sus narraciones un libro abierto. Ella le preguntó a su vez a qué se dedicaba y si viajaba mucho y si leía como la apariencia revelaba. Pero él se declaró zángano, un afortunado de la vida que dispone de su tiempo, aunque sus medios fueran precarios, y le dijo que se lanzaba a los caminos para comprobar que lo que había leído en las invenciones de los libros ocurría también fuera del papel. Ella se entusiasmó con la revelación del joven. Entonces, le dijo, ahora sabrás por fin que hay pastoras que conducen su ganado, que apenas abandonan su valle, que difícilmente se relacionan con más personas, a las que de pronto se les aparece un viajero extraviado con el que hablan de sus trabajos y de sus holgazanerías, de sus observaciones rudas y de las sutiles, que se intercambian olores vacunos y sudores de caminante, que se sientan al pie de la borda o se meten dentro si amenaza lluvia, y se cuentan y hacen por descubrirse y se miran en silencio y escuchan el rumor del viento interrumpido por mugidos templados y leen uno en la piel del otro...
Viajero: Odiseo no pararía mucho en esta casilla, y ya habría echado nuevamente el dado; pero puede que no quieras llegar a otro lugar que no sea esa humilde cabaña, así que tú mismo decides la demora.
(Ilustración de Artemio Rodríguez)