domingo, 12 de noviembre de 2017

y 63. El último dado



Bien, jugador, ya has llegado a la tierra prometida. ¿O es el paraíso perdido? ¿O se trata del jardín de las delicias? ¿O solamente y sin pretensiones mayores a la parcela soñada? Mira que digo que has llegado, no que has ganado, pues salvo que consideres la carrera como una competición contigo mismo o contra ti o a pesar de ti (las variaciones son muchas) lo que es seguro es que si perseveras en la existencia sin rajarte habrás alcanzado alguna clase de fantasía que te compense.

El último dado te ha colocado en la casilla idónea y te has librado del castigo de iniciar de nuevo la partida. Porque no deseas emprenderla de nuevo, ¿verdad? Al menos no con las mismas trampas, condenas, falsas promesas y golpes quebradizos sobre tu cuerpo, ¿no es así? Pero ¿quién puede elegir el juego considerándose a salvo de lo que son las manifestaciones de la materia de que estamos hechos los humanos? Y sin embargo, un alma lúdica te impulsa, nos impulsa a todos, a volver a intentar contra reloj el juego para evitar las pérdidas, saltar sobre los abismos, alcanzar lo que no conocimos, desprendernos de las maldades, asegurarnos briznas de bienestar que se van desgajando de nuestra piel.

Míralo como quieras. El Juego de la Oca de Artemio Rodríguez te hizo simular múltiples posibilidades, jugador. Fácil que seas el que corre a la vera de la gran bocanada energética del cráter o el que se apoya a la sombra del árbol de la sabiduría. ¿Todo acabó, que diría el poeta? El juego está abierto, que vocea el crupier. 



(Ilustración de Artemio Rodríguez)

sábado, 11 de noviembre de 2017

62. El fabuloso pez serpiente dragón




En una de sus múltiples manifestaciones el pez serpiente dragón emerge una y otra vez para intentar que se abran las puertas del paraíso. Este ente nunca habita más allá del umbral. Salpica las olas de los acantilados, azuzando la movilidad permanente del universo, pues el edén está rodeado de inaccesibles roquedales. Se desliza entre las piedras más profundas e íntimas, manteniendo el don de la sabiduría, sin traspasar jamás los cimientos de la ciudad deseada. Intenta alzarse ardoroso y esbelto por encima de los muros del jardín prometido, convirtiendo en calor el aire frío, pero a cada palmo que su cabeza levanta el muro de ilusiones de la otra parte se erige más alto. El ser trinitario dispone de todos los elementos de la naturaleza menos uno, del cual siempre se habla y nunca fue hallado, el de la felicidad. Las leyendas dicen que esta es la vida ordinaria en el territorio a alcanzar, sin que se sepa de nadie que haya logrado habitarlo. 

El fabuloso monstruo de las tres propiedades que son trescientas o trescientas mil, a medida que desarrolla sus facultades, atiende a los innumerables hombres que insisten una y otra vez en su empeño de ir más allá del cerco de las ensoñaciones. No habiendo testimonio alguno de que individuos del suelo terrenal hayan conocido la felicidad el pez serpiente dragón se muestra benévolo y consolador con cuanto humano llega hasta él en medio de súplicas. Hago todo lo que puedo, dice el pez serpiente dragón a los perdidos humanos, pero mis habilidades y recursos terminan siempre a la orilla del anhelo. Lo único que puedo procurar por vosotros, les dice, es que algún día seáis como yo.



(Ilustración de Artemio Rodríguez)

miércoles, 8 de noviembre de 2017

61. ¡Así que esta fue la carrera!




En el sprint próximo a la meta un ángel oportunista le propone al ciclista una trampa. Para que llegue cuanto antes. Te empujo sin que nos vea nadie y, a cambio, me reconoces como cómplice. Pero el dorsal sudoroso, ajado y casi esquelético no lo acepta. ¿Por qué tanta prisa por terminar la carrera? Tal vez no es urgencia sino solamente cansancio. Y sentido de cumplir la misión en la que se embarcó sin proponérselo, porque le embarcaron. Y la modesta satisfacción que, no obstante, para cada corredor tiene un significado elevado. Llegar al final, sin haberse retirado de manera precipitada en una etapa, sin descalabros que le descalificasen, sin apartarse del recorrido marcado por la organización biológica es todo un triunfo. Entonces, restando importancia al ángel que, cual espectador espontáneo salió a dar un empujón al atleta, pero al que no debe el esfuerzo del aliento último, el corredor alza las manos. Victoria por haber corrido. Victoria por haber resistido. Victoria por haber superado la gymkana. Victoria por demostrar que lo pequeño hace lo grande. Victoria por descubrir que el misterio no era otra cosa sino la pista por la que deslicé mi vida, piensa. 

Una dosis de escepticismo y perplejidad últimos hace que el corredor exclame al borde del abandono justo y definitivo: ¡Así que esta fue la carrera!



(Ilustración de Artemio Rodríguez)


martes, 7 de noviembre de 2017

60. Ella, la única



Ella está siempre allí. Caminante que llega, caminante al que da la bienvenida con alegría. Viajero que se va, viajero que es despedido con agradecimiento. ¿Y el individuo que se queda? Es atendido con toda la cortesía y condescendencia que se merece. No se trata de una imagen estática ni de un reclamo publicitario. Ella es lo que cada transeúnte quiera que sea. Si éste pide con bondad, ella concede. Si exige con malas formas, ella da margen para que corrija. Si anda perdido, ella le propone direcciones para que se oriente. Si vive en una nube de euforia, ella le pone en el suelo con amabilidad. Si le invade la bilis del odio, ella le proporciona un bálsamo. Si no ve, ella hace de lazarillo. Si está privado de amor, ella le envuelve en ternura. Si flaquea, ella le recompone. Si se hastía, ella le conduce al otro lado del lago. Ella está siempre allí. Lo que cada uno  quiera que esté.

Jugador, juega con placer y satisfacción todos tus años, y procura hacerlos buenos, pues la única contrapartida que ella te reclama es que la disfrutes. No hay otra vida, sino ella.



(Ilustración de Artemio Rodríguez)


domingo, 5 de noviembre de 2017

59. El vuelo ausente



El vuelo de las aves pacíficas se efectúa lejos del volcán. En las laderas de éste no hay vegetación y los pájaros la necesitan para sus quehaceres domésticos. La vida de los hombres se desliza entre el curso del fuego oculto y sus manifestaciones incontroladas. Como algo ajeno a las fuerzas secretas e inesperadas los hombres labran el cotidiano mensaje de bienestar con sus manos y su talento. Hasta que un día una erupción o un temblor intenso o una invasión de otros hombres desde la parte del mar o atravesando lo que que consideraban cordillera inaccesible da al traste con tanto esfuerzo y, sobre todo, con la aparente seguridad que se había instalado en sus ciudades y territorios. Entonces el vuelo amable de las aves y el dibujo de su enfilamiento, como de danza, en el cielo desaparece. La enseña de los tiempos de paz deja de ser la compañía tranquila y ensoñadora de los habitantes. No construyen las aves sus nidos en espadañas ni en torreones ni siquiera en aleros. No se escuchan cantos de amanecer ni los gorjeos del día que se apaga. Se instala la espiral del humo. El humo de la llama más profunda, el humo de la aldea que arde, el humo del fogonazo de los guerreros. En ese momento los hombres se miran unos a otros, perplejos. No logran explicarse cómo les ha podido pasar aquello. Llevaban un tiempo inmemorial, que apenas casi nadie registraba, sin ningún conflicto, sin ninguna peste, sin ningún dolor, sin apenas llanto. Creían conocerse entre sí, pensaban que la violencia telúrica era cosa de leyenda, que las extrañas construcciones que flotaban sobre el mar respondían a una narración antigua, nunca comprobada, que los pueblos de lejanas extensiones, que habían permanecido contenidos, estaban al igual que ellos a las tareas de la supervivencia. Que el suelo, en fin, era eternamente firme. Ya era tarde para planear nada. Tenían que reaccionar sobre la marcha y la consigna era clara. Quien se salve, que recuerde. Quien recuerde, que prevea. Solo de esa manera podrían volver las aves al nuevo territorio de la nueva vida.



(Ilustración de Artemio Rodríguez)

viernes, 3 de noviembre de 2017

58. Mi viva imagen




Una vez conocí a una calavera que jamás había tenido carne puesta. Nunca me he ocultado tras un cuerpo, me dijo en voz baja. Y eso que me han dado a elegir muchas veces. Me han ofrecido un rostro ingenuo, otro seductor, otro convincente. Me ofrecían tonos luminosos de pelo, pieles tersas, músculos de sonrisa fácil, frentes amplias o carrillos regordetes. Pero no me decidí por ninguno, todos me parecían máscaras. No me lo creo, le dije yo, porque salta a la vista ordinariamente que una calavera es tal después de la carne, nunca antes. Pero cuando una calavera te habla con tranquilidad y no sabes si te cuenta sus penas o sus alegrías, ya que las calaveras conocen ambas situaciones emocionales, tienes al menos que escucharla. Yo insistí. Una calavera es lo que queda tras haberse eliminado la piel, perdidos los ojos, desechos los músculos y los tendones, fugado el cabello y aniquilado las ternillas. Sí, sí, me respondió ella mientras ambos tomábamos unos vasos de mezcal. Eso me dicen las calaveras que han tenido una cara. Pero lo mío, una de dos, o es una mala ventura o se trata de algo que aún tengo pendiente de experimentar. Deja la puerta abierta a las posibilidades, le dije para animarla. Aunque ella no estaba deprimida en absoluto porque para estar desanimado hay que tener una referencia anterior que luego se pierde. Y, como si adivinara mi pensamiento, la calavera insistió con voz prudente: yo no sé qué es perder, porque tampoco sé qué es tener. Nací calavera, me mantengo calavera, moriré calavera. Entonces me di cuenta de que su papel era como el del reflejo en un arroyo manso o como la reproducción en un cristal. Que estaba puesta ahí para que cada viajero de la vida se contemplara en ella o como el fogonazo de una foto instantánea no del pasado sino del futuro. A uno le cuesta imaginarse como tú, aunque se adelgace hasta extremos que solo la vejez depara, le dije. Pero la calavera sonrió sombría, como era su costumbre. ¿A que te has dado cuenta de que soy tu viva imagen?, me soltó al despedirnos.




(Ilustración de Artemio Rodríguez)