martes, 2 de febrero de 2010

Entresijos

Iluminaron un paisaje. O antes, aquellas luces acariciaron los entresijos de los dedos. Mirábamos nuestras manos desprovistas de fuerza. Las bañaban trazando líneas transversales. Cómo podían estar ahí y no sentir que nos tocaban. Aprendimos a mirar en las sombras menudas de un dedo sobre otro dedo. Había momentos en que un cierto calor se imponía entre las aristas de la carne. Entonces levantábamos la mano y desaparecían. Girábamos la mano y las venas de luz se extendían a otras zonas de su superficie. Volvíamos a una disposición anterior y aquellos brillos se establecían en la misma postura inicial. Aprendimos así a mirarnos. Hasta ese instante nuestra agitación ordinaria no tenía interés, sino para lograr lo elemental. Necesidad de nutrirnos o de mostrar frío. La luz nos daba algo que permitía que avanzásemos en nuestro interior menos instintivo. Nos proporcionaba el control, lento y perplejo, sí, de lo instintivo. Aprendimos a mirar en los reflejos más próximos. Donde nuestro cuerpo seguía siendo un territorio que no acababa de romper lazos con la vieja cueva. Pero a la que íbamos olvidando.





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