miércoles, 6 de abril de 2011

Indolencias (IX)



Tanto le atraía lo que se movía en derredor. Tanto le estimulaba aquel movimiento incesante que tentado estuvo a salir de su invisible reino. Su disposición ya lo anunciaba. Había adquirido efigie. Se había revestido de las formas al uso. Podía ser un personaje más. Ofrecerse, manifestar sus aptitudes, hacer cualquier cosa que le solicitaran. En su bagaje tenía una sabiduría anterior. Y había aprendido otro tanto de los hombres. En el límite de su disposición, dudó.


2 comentarios:

  1. No me extraña que dude, introducirse en el mundo de los humanos, en sus inquietudes y tormentos, abandonar la quietud de la observació indulgente... a veces uno desearía ser estatua..

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  2. Y sin embargo, aunque no lo digan, las estatuas se mueren de ganas de participar de las pasiones y tormentos de los humanos. Por eso se disfrazan, se quedan a medio camino, y no son, con frecuencia, ni parte de lo que aparentan, se revistan de caudillos, de amantes etruscas o de faunos.

    Observar distante, sí, uno lo desearía; pero esa inmovilidad, acechado por lo que se ve, es enormemente sufriente.

    Gracias Ico, por visitar esta orilla.

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